El disco intervertebral es la estructura almohadillada que se interpone entre dos cuerpos vertebrales. Cumple una función de amortiguación, estabilización y articulación, permitiendo cierto arco de movimiento en flexoextensión, lateralización y rotación. La suma de todos los pequeños arcos de movimiento de todos los discos intervertebrales se agregan entre sí permitiendo la adecuada movilidad de la columna vertebral en su conjunto.
Dichos discos se componen en su estructura de dos partes. La parte central, conocida como núcleo pulposo, es de consistencia gelatinosa y está compuesta por proteoglicanos y otras estructuras. Esta es la parte que dota al disco de su característica consistencia elástica y, para que cumpla esta función, debe tener un adecuado grado de hidratación. En segundo lugar, rodeando a esta primera, en forma de manguito, se encuentra el anillo fibroso, compuesto por fibras longitudinales, dispuestas en sentido circular y concéntrico, de tejido conectivo. Cumple la función de contención y regulación de la presión del núcleo.
El paso del tiempo, los microtraumatismos repetidos y continuados, el estrés oxidativo y, en definitiva, la degeneración, hacen al disco intervertebral y sus componentes perder sus propiedades biológicas y mecánicas. Por un lado, el núcleo pulposo se va deshidratando. Por otro, el anillo fibroso pierde su consistencia y se agrieta, produciéndose pequeñas fisuras en su perímetro. Ello provoca que la presión del núcleo pulposo venza la función de contención del anillo, como resultado de lo cuál el disco termina abombándose (protrusión) en un primer momento o llegando incluso a salir de su sitio a través de las mencionadas fisuras (hernia). Estos abombamientos o hernias pueden ejercer presión sobre las raíces nerviosas que discurren en una situación anatómica muy cercana al disco y que abandonan la columna por estructuras ya de por sí relativamente estrechas. La presión ejercida sobre la raíz nerviosa condiciona la aparición de fenómenos inflamatorios en la misma y el desencadenamiento de síntomas como el dolor, las parestesias, la pérdida de fuerza y otros. La región anatómica en la que aparecerán estos síntomas vendrá determinada por el territorio que depende para su inervación de la raíz nerviosa afectada. Así, una hernia discal L4L5 que comprima la raíz L5 derecha provocará un dolor lancinante que nace en la región glútea y que se irradia a lo largo de la parte posterior y lateral del muslo y la pierna y que llega hasta el tobillo.
Para su tratamiento, en una primera etapa, cuando aparecen los síntomas, siempre se ha de comenzar con medidas conservadoras. Esto es, consejos para el paciente como reposo relativo, educación postural, evitar esfuerzos sobre la columna, y ejercicios de fisioterapia. En esta primera fase, la medicación tendrá un rol fundamental y se aconseja combinar varios tipos de medicamentos (analgésicos, antiinflamatorios, corticoides y anticomiciales).
Cuando las medidas conservadoras fallan y el paciente persiste con una sintomatología que limita de forma sustancial su vida, o bien cuando aparecen síntomas o signos más ominosos, como por ejemplo una pérdida importante de fuerza en algún territorio, existe la opción del tratamiento quirúrgico. Las opciones son diversas, pero básicamente van encaminadas a extraer la parte del disco que presiona sobre la raíz nerviosa para aliviar así la compresión (microdiscectomía). En raras ocasiones, si se asocia una inestabilidad, puede ser necesario la fijación de ambas vértebras implicadas mediante tornillos conectados mediante barras (artrodesis). En muy raras ocasiones, este tratamiento puede ser requerido de manera urgente, cuando aparecen síntomas como pérdida del control de los esfínteres, pérdida abrupta de fuerza en las piernas o pérdida de la sensibilidad en la región perineal (síndrome de cola de caballo). Esta situación es rara y se debe, por lo general, a hernias gigantes extruídas.
En general, el tratamiento quirúrgico no debería ser en casi ningún caso (salvo excepciones) la primera opción a considerar.